Al entrar, Sir Robert descubrió que allà se encontraban multitud de caballos y que en sus sillas mostraban los blasones de muchos de los más valientes caballeros del Reino. Sir Robert tenÃa una gran confianza en sà mismo. Otros caballeros podÃan haber fracasado pero su fuerza y su valor le harÃan triunfar allà donde otros perecieron.
El yelmo se volvÃa cada vez más pesado y Sir Robert tuvo que quitárselo. ParecÃa más pesado que de costumbre. De repente oyó un ruido al fondo del establo y, veloz como un rayo desenvainó su afilada espada. La empuñadora era incómoda y su peso mucho mayor del normal. Se preguntó si su inepto escudero habÃa confundido su espada con la de otro caballero.
Afortunadamente no habÃa razón para utilizarla. El ruÃdo que habÃa oÃdo Sir Robert no era más que un mozo de cuadra haciendo las tareas propias de su condición.
-Venid inmediatamente y desensillad mi caballo –bramó Sir Robert con autoridad -. Estoy agotado y tales tareas no son para los de mi clase.
-Vuestros deseos son mis órdenes- respondió una aterciopelada voz al fondo de la cuadra.
Sorprendido, Sir Robert envainó su espada se sintió algo confuso y turbado por la salvaje belleza de esa mujer que vestÃa ropas y realizaba tareas más propias de los hombres.
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